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Foto del escritorEmma Sanchis

Al lobo le gusta el vino dulce



Me quedé callada, anclada en mi sitio de la mesa y confabulando todo lo que podría decir pero nunca dije. Cuando estás en una mesa rodeada de mujeres a las que admiras y se abren melones como la infancia poco se puede hablar sin revelar posibles traumas infantiles.

 

La infancia y la lectura son temas tan relacionados como lejanos. Aún recuerdo cómo devoraba libros de aventura y fantasía, cómo mi tacto sentía esos mundos y sus personajes. La realidad y la ficción en un solo margen. Eso es la infancia: multitud de historias por contar, imaginación y sueños que se rompen a la primera burla en el patio.

 

Ser una niña imaginativa e inocente es como aquellos poderosos artilugios mágicos de los libros: fascinante, o aterrador si cae en las peores manos. Rosa Montero habla en su libro El peligro de estar cuerda sobre la locura y la poderosa vida interior de las personas creativas.


Hoy comprendemos qué es ser una persona PAS (persona altamente sensible) y recurrimos a diagnósticos tardíos. Tras los autodiagnósticos en edad adulta de TDA/H y autismo se encuentran miles de niños que soñaban con poder ser ellos mismos sin perderse.

 

La familia es el reflejo a través del espejo retrovisor que cuenta todos los desentendimientos, las risas, la comodidad y el placer de estar. Para mí es poder dormir con la boca abierta apoyada en mis hermanos en el asiento trasero y tener la certeza de que nada que pudiera pasar haría que me arrepintiera de estar en ese lugar. Pero muchas veces la familia también es un arma. Una cadena de imposiciones, obligaciones y lamentaciones.

 

Tal vez fuera el vino, la fiebre subiendo poco a poco por mi nuca o el miedo incesante a perder el tren. Tal vez el miedo al qué dirán, a parecer estúpida o a no alcanzar el nivel. En realidad fue un silencio inintencionado que apabullaba el ruido de mi cabeza. Escritoras. Me invitaron a una mesa de escritoras, a mí, que escribo tumbada en mi cama, encorvada en la esquina de un evento o en el suelo de un desfile. A mí, que llevo siendo escritora toda mi vida sin haber escrito nunca un párrafo.

 

Elevadas en una mesa que perfectamente podría haber sido una reinterpretación de La Última Cena, Espido Freire presidió un encuentro entre cata y club del libro que organizó Staying Valencia. Elbar sirvió vino blanco dulce acompañado de un texto de María Zaragoza que abrió paso a un mar de dudas, así empezó la narración de la reconocida escritora.


Fuente: Staying Valencia | Alfonso Calza


Esto es lo que sé ha de leerse sin expectativas. Como la copa. Sin saber las connotaciones que aguardan, al igual que Caperucita fue esperando a la abuelita y dio con el lobo. Un aprendizaje que los niños y las niñas tendrían que aprender: el lobo puede estar dentro de casa. Y que, en algunos casos, ellos también pueden convertirse en él. Freire siguió narrando y el vino corrió por la mesa.

 

Esa es la magia del vino, teje el hilo que une a las personas a base de subtonos que construyen historias entre si. Espido Freire dio en el clavo al afirmar que el vino y los poetas están inexorablemente unidos, y no por su incidencia en el alcoholismo. Por el sabor amargo del final. La poesía la lees como si la hubieras escrito. Es un golpe mortal a la nostalgia. La uva habla de las tierras de donde procede, de las manos que la trabajan. Del pasar del tiempo y el cambio de las estaciones.

 

Imagino que cuanto más sabes de enología más te decantas por el tinto y menos por el blanco. O eso dicen. Los 'cabeza de familia' tradicionalmente (o eso dicen mi yayo y las películas) se sirven su copa de vino tinto reglamentaria, mientras los jóvenes adultos beben alguna 'copita' de vino blanco. Tal vez tenga que ver con el edadismo o el clasismo, pero el tinto tiene ese color pasión que llena en boca y debes saborear despacio. Como aprendes a hacer con la vida y lo que te viene. El tinto presenta ese aroma a hogar que puedes encontrar en ciertos restaurantes de personas que echan de menos su tierra. Un coreano en Irlanda, un italiano en Francia o un argentino en España.

 

Falso Carpaccio, en Bataraza


En la otra punta de Valencia sirven un vino argentino que se llama Torrontés. Un desengaño para el paladar inexperto que lo cata. ¿Amargo o afrutado? Es una variedad de uva rebelde. Flores y frutas invaden el olfato y el gusto, hasta que pronto se traducen en un final seco. Lo mejor de los dos mundos y un trago con sabor a hogar. Así es Bataraza, un trozo de Argentina en plena Valencia. Una familia que eleva el bodegón. Trae platos procedentes de Argentina que a su vez fueron, y serán, del mundo. Hay bocados que engañan. Pero una milanesa nunca te va a llevar al desencanto, por mucho que el sabor de su interior te sorprenda.

 

Así son las lecturas de Espido Freire y las palabras mojadas en vino que dedicó aquella tarde de abril. Un blanco más amargo fue el siguiente, con el impacto del lobo que se esconde bajo la piel de la abuelita, o la madre en el caso de las lecturas escogidas. Vino tinto, cruce de miradas con otra historia sobre la familia. Solo cada persona puede entender la amargura o dulzura de la botella que esconde en la última repisa de la cocina.

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